Escribe: Juan José Fernández Delgado.
…Llovía en Toledo, y durante el viaje, y en Herencia no ha dejado de llover. Es verdad que llovía con mesura, pero ya caía el agua sobre mojado, pues había charcos por todas partes que brillaban a lo lejos como espejos esparcidos a lo largo del asfalto de la carretera o sobre las lanchas de pizarra que marcan el pavimento de la calle más peatonal de la villa.
Mientras los cincuenta y dos alumnos de segundo curso de bachillerato, que ya han superado las primeras pruebas de ortografía en sus respectivos Institutos de E.S. de la comunidad castellano-manchega, realizaban, ahora, los ejercicios pertinentes a nivel a autonómico, un joven licenciado en Historia, conocido como Juanfran, nos ha enseñado a los profesores acompañantes lo más granado de la villa manchega.
Desde el I.E.S. Hermógenes Rodríguez, en que se debatían los alumnos con la –b y la –v, con la –g y la –j, etc., la emprendimos hacia el centro de la ciudad. Y nada más salir a la ancha y pavimentada acera que recorre la fachada del Centro, el guía nos invita a levantar la vista sobre los tapiales urbanos para observa los tres carillenos molinos de viento encaramados sobre el cerro de San Cristóbal, fieles testigos del trabajo honrado y de la literatura universal de la Mancha. Al final de la estirada avenida, junto al cruce mismo de rutas ruidosas y ajetreadas por toda clase de móviles y de automóviles propios y extraños, nos hace detener delante del Parque Municipal que, a simple vista, a parte de su magnitud encerrada en tapiales corridos y prolongados a lo largo de varias aceras, no dice nada extraordinario. Pero su interés se halla soterrado en el lugar que ocupa: ni más ni menos que el cervatito “bosque de la Serna”, en el que D. Quijote encuentra remedio con que sanar la tremenda y desigual desazón que le embargaba desde la descomunal batalla que hubo con los desaforados gigantes, trocados en molinos de viento por envidiosos de tres al cuarto. En aquella alta ocasión, al hendir D. Quijote su lanza en el fiero enemigo, quebrósele la lanza en mil pedazos, lo que le ocasionó uno de los mayores disgustos que a caballero andante le puede acaecer. Mas, al poco, apareció el anchuroso “bosque de la Serna”, que poco antes de llegar a Puerto Lápice se extendía, donde D. Quijote halló harto y cumplido remedio para su mal, pues de una robusta rama que le brindaba un valiente alcornoque hizo una lanza que en nada envidiaba a la que se le había estropeado…
Continuaba empecinada la lluvia en su monotonía y, juntos, por la Plaza de la Libertad llegamos a la iglesia parroquial de la Inmaculada Concepción.
Calles rectas, anchas y fachadas vestidas de blanco con zócalos de añil. Las casas, bajas por lo general, espaciosas y blanqueadas, recogen lo popular de la tradición manchega…
Entramos en el recinto por una puerta flanqueada por una torre de dos cuerpos subidos por el campanario que, a su vez, se ve coronado por una linterna ochavada. Dentro llama la atención la hermosa Inmaculada que preside el recinto, de Zacarías González Velázquez, pintor de cámara de Carlos IV y amigo y colega de Goya. De la arquitectura de la nave, de su forma de cruz latina, de su longitud y altura, de la cúpula y sus pechinas, de su bóveda de cañón, del coro formado por bóvedas rebajadas y apoyadas en pináculos de piedra y de las barandillas hechas del mismo material habló con detenimiento Juanfran. También habló de la sillería del presbiterio, de los retablos de los laterales y de la espléndida caja del órgano del siglo XVII, tallada en madera policromada procedente, quizá, del “bosque de la Serna”. ¡Qué mal consuena la caja sin el instrumento! Pero me atrajo un lienzo colgado en el frontal derecho. Es el de Las tres generaciones, atribuido a Lucas Jordán. Se trata de un hermoso cuadro, con recuerdos de José Rivera, “el Españoleto”, y de Tiziano, lleno de luz y color hechos volumen y hondura humana trascendente: San José y la Virgen sosteniendo al Niño, los Padres de la Virgen un poco retirados y, en el primer plano, Santa Isabel que aupa a su hijo, Juan el Bautista, para que bese a Jesús, y su esposo San Zacarías…
Me acerqué hasta los dos retablos laterales colocados frente a frente en medio de la nave: el franciscano, de factura barroca forjada en el siglo XVIII, con la Virgen de Fátima en lo más alto y el Niño Jesús de Praga en la predela, y el carmelitano, presidido por San Roque que, a su vez, está flanqueado por San Blas y Santa Lucía; también barroco, pero más recogido.
La lluvia insistía en su tesón y con ella entramos en el Ayuntamiento, asentado en una parte de lo que fue el antiguo convento mercedario hasta la desamortización de Mendizábal. De aquellas dependencias conventuales se conserva tan solo el claustro, convertido ahora en resonante salón de actos cubierto doblemente: con una cristalera y, cuando se hace necesario, con un toldo que amortigüe el sofocante calor. Y también llovía cuando entramos en la Casa Solariega de don Enríquez de la Orden, llamada hoy “Casa de Herencia”, que ya cuenta con cerca de ciento veinte años. Destaca, y así lo reseñó el guía, su patio cubierto por una cúpula de cristal y una galería superior abierta al recinto. También habló de las columnas de fundición que lo elevan y sostienen.
Un pasadizo une la aristocrática Casa con la iglesia de Nuestra Señora de la Merced, que lo fue del antiguo convento mercedario, cuya fundación se debe a D. Juan de Austria, hijo natural de Felipe IV y Prior de la Orden de San Juan más de veinticinco años, y de doña María de Calderón. Y este pasadizo une la susodicha Casa y la iglesia para que los novicios pasaran desde la Casa al recinto eclesial sin tocar suelo humano con que manchar su impoluta alma. Nosotros, como no somos novicios y ya estamos manchados por la lluvia, volvemos a la democrática calle y entramos en la iglesia mercedaria, cuya puerta principal la preside la Virgen de la Merced con su inseparable Hijo, verdadera Patrona del pueblo de Herencia, flanqueada por sendos escudos mercedarios. Del interior, con sus tres naves y sus bóvedas de cañón y de arista la central y las laterales, respectivamente, habló Juanfran. En la nave de la derecha, nada más entrar en el recinto, se halla la capilla del Cristo del Consuelo, con su correspondiente talla en madera policromada. Roba mi atención el impresionante cuadro del Santo Cristo de Burgos, cuyos pies, separados, se encuentran afirmados en el madero con sendos clavos de cabezas estrelladas. En el retablo de la derecha, se encuentra San Pedro Nolasco, el fundador de la orden mercedaria, rescatando cautivos. Pero la escultura sobresaliente, majestuosa es la de la Virgen de la Merced vistiendo hábito mercedario: en su mano derecha sostiene el escapulario de esta orden religiosa y unos grilletes, en franca alusión a la tarea de rescatar esclavos; en la derecha, sostiene al Niño que, también, porta el escapulario y los grilletes.
Las esculturas de los retablos de sendas iglesias son, en realidad nuevas, principalmente las de la iglesia de la Merced, con las que se ensañaron cenetistas y milicianos con denuedo: las bajaron de sus hornacinas correspondientes y las depositaron a las afueras de la villa, en donde las expusieron durante días cubiertas con tricornios y cigarrillos de cuarterón –unos encendidos, apagados otros después de haber estado encendidos-, bien en la boca, bien entre los dedos. “Especialmente, dice Juanfran, se ensañaron con el escudo de la Merced, al que le despojaron de la corona por varias razones: entre ellas por ser desafectos a la monarquía”.
-Esto también es memoria histórica, ¿no? –preguntó uno de los profesores.
-¡Ah! –dijo por toda respuesta el guía.
Fuera, la lluvia, aunque había amainado, seguía en su empeño. No obstante, Juanfran nos pidió que reparáramos en la bella estampa de la mujer aldeana, con un cántaro al cuadril derecho y con la otra mano tocando al niño que, a su vez, gana el movimiento girando la cabeza hacia la madre y asiendo un aro con la mano izquierda.
-Es una adquisición de la villa de Herencia a los hermanos Peño, familia de ceramistas de Villafranca de los Caballeros, aunque, como ven, también trabajan la forja.
Artícuo publicado en el semanario Canfali
31-10-2008